Aprender las reglas para después romperlas.

Escrito por: Fernanda Portillo

Al momento que escribo esta entrada, estamos en las eliminatorias de la 23° competencias de Barismo y la doceava de Brew Bar, a nivel nacional. Me emociona decir que alguna vez pisé esos escenarios en la Expo Café, organizados por la AMCCE, hace ocho años exactamente. Aunque las ganas de competir se han ido, permanecen la pasión, curiosidad y entrega al café de este origen -mexicano- que empujó a esa jovenzuela a retarse con titanes, al ritmo de la canción: Tongue Tied de Grouplove.

Me desvié por un motivo, los recuerdos de esa época no son precisamente claros, más bien difusos. Y creo que la presión de haber elegido “ser barista y no periodista” significaba mucho para mí en esa época, lo cuál hace todo un recuerdo más inalcanzable. De todo ese barullo y mucho ego, rescaté una de las lecciones más importantes que he obtenido en esta carrera: “Hay que aprender las reglas, para después romperlas”.

Inspirada, tal vez, en Picasso, que el mito nos cuenta que pintaba como el barroquista más experimentado en su época universitaria; pero trascendió a la fama mundial por ser el mayor expositor de su antónimo: el movimiento cubista.

Y aunque es una pincelada lo que sé de arte, voy a intentar trasladar esas ideas al barismo, porque cuando yo inicié, encontré una escuela, un faro y una norma rectora: la técnica clásica, la barra italiana, el espresso perfetto.

Y durante siete años no me salí de esa cajita: aprieta este botón, jala esta palanca. Fue muy divertido como trabajo temporal, para pagar las fotocopias de la prepa y las idas de fiesta. Pero al paso de los años, se me antojaba saber más, descubrir más, entender qué cosa de qué fenómeno explicaba el porqué del cómo los italianos (jamás las italianas, leáse) habían llegado a la conclusión de que 14 gramos en 45 segundos obteniendo 2 onzas, eran la expresión del lungo, otra vez, perfetto.

Y por eso me quedé. Porque la gente que hace café de especialidad tiene un porqué más grande que el mero: “vender café porque el café vende”.

Encontré en el café de especialidad - y las competencias- una comunidad, una identidad y un propósito.

Y hoy, al ver el streaming en línea de lo que sucede en los escenarios del WTC, ya no sólo veo los mismos 100 rostros de siempre, reincidentes por años, sino que celebro encontrarme con más proyectos, más discursos y más presencia que en mis épocas de competidora.

Nunca salí del rol de novata. Y eso fue más por un tema personal: compito, sí, pero no me dejo seducir por las mieles de la victoria individual, los trofeos y las máquinas de premio. Intuyo de antemano el nivel de disciplina y autoexigencia que llegar a ese nivel requiere. Pero mi caminar está puesto en otro lado: uno que me conecta con el principio: el sentido de identidad y pertenencia a un colectivo, que en estas últimas generaciones ha hecho mucho por figurar, hacerse visible y audible, en un mundo de capitales adictos a la cafeína pero no tan interesados por el café y su infinito espectro de expresiones sensoriales.

No descarto que en la especialidad también hay muchas sombras que difuminar en el camino, pero respeto mucho lo que los baristas han logrado en estos años, no sólo detrás de la barra, sino a través de espacios como las competencias, porque no cualquiera se para frente a un panel de jueces a poner la cara, las manos y el corazón para defender un origen, un perfil de tueste, una comunidad productora, un saber hacer, un equipo de trabajo, una idea, un café de una región específica.

Sea cuál sea el resultado de este año, realmente es muy bello ver como ese hilito que me inspiró a mí, se hizo fuerte, entretejido y complejo. Y quiero que de este telar salgan muchas más personas comprometidas con regresar al origen lo que se perdió en el camino, los saberes agrícolas ancestrales, el cuidado de la

parcela, el respeto a los ciclos naturales

de la rubiácea y el cuidado de la

biodiversidad, que ahora

socializamos a través de

tazas diferenciadas.

Seguimos.

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